jueves, 25 de febrero de 2010

Resulta francamente terrible arrancar con este relato... trátase de contar una historia de histeria lúdico-festiva, reticente e incongruente. Hoy me topé con una vaca en brazos de un paisano que no podía por menos que caminar a traspies, camín de Monga. Monga representa el eterno paso entre lo efímero del reino de las nubes, en las altas tierras de Purnea y la terrotemporalidad del valle naveto. Una tierra densa, húmeda y llena de chorizos a la estaca. 

Nava, fue fundada por el Señor de las Ovejas. Enjundio se llamaba. Calzaba con pieles de borrego y medía 2,37, que de aquella, ya era lo suyo. Y si esto no asombra al lector, tomaremos medidas descriptivas más certeras: vivía en una seta azul turquesa. Tal era la singularidad de su morada, que cada mañana, al caer el rocío sobre el recio tallo, todos se maravillaban al transitar sus inmediaciones. Todos excepto el médico. El médico se llamaba Fausto Rinaconte. Venía de estudiar leyes en Amsterdam, cuando la cerveza se hacía con lúpulo de menta. Y eso, créanlo o no, curte. 

El caso es que un 31 de febrero, el señor Rinaconte, recibió una misiva sorpresa por intermediación de su criada Iracunda: "Estimado señor Rinaconte, decía aquello; se me ha puesto una vaca de parto, probablemente traiga dos preciosos corzos de ribera. Sería una temeridad colectiva su ausencia durante el alumbramiento. Solo me apetece llorar a lágrima viva cuando imagino que no vendrá usted." Don Fausto, depositando la carta sobre un aparador verde oliva, aprovechó un halo de temporalidad segundera y masticó lo poco que le quedaba de una tableta de chocolate de atún, su preferida. Mañana más de este evento.